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Obra en mí y para mí
Cuanto más comparo lo que soy yo con lo que es Jesús revelado en los evangelios, más razones tengo para sentirme confuso. ¡Qué contraste entre un Cristo sin pecado y lo que yo soy por naturaleza! Y, ¿cómo no estar de acuerdo con Dios, quien condena esta raíz de mal que está en mí? Por ello el creyente, incluso si tiene paz con Dios y una esperanza que lo estimula, diariamente debe juzgar sus actos, sus palabras e incluso sus intenciones, para que su vida se parezca a la de su divino Modelo.
El Espíritu Santo me ayuda a juzgar el pecado que está en mí, pero también me dice que no estoy condenado porque Cristo sufrió el juicio en mi lugar. Pero esto no me autoriza, en absoluto, a dejarme llevar por esta raíz de mal que está en mí. Todo lo contrario: el recuerdo del amor de Jesús por mí, pensar en los sufrimientos que soportó para borrar mis pecados, harán mi conciencia mucho más sensible que antes y me ayudarán a aborrecer lo malo.
Ahora la Escritura ya no me invita a contemplar a mi Salvador en la cruz, pues su lugar está ahora en la gloria, a la diestra de Dios, quien aceptó perfectamente su obra. Al honrar de esta manera a Jesús, Dios proclamó su plena aprobación del sacrificio ofrecido por todos. Y Jesús intercede desde el cielo por mí.
Entonces la paz viene a mi corazón. Dejo de ocuparme de mí mismo, de mis errores pasados, de mis decepciones y debilidades, para así regocijarme de hallar en él todo lo que me falta.
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).
Job 20 - Hebreos 8 - Salmo 126 - Proverbios 27:23-27
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